Hace buen tiempo que conozco a un chico, que al principio me gustaba nada más, pero que luego de un tiempo se volvió una obsesión para mi. Esa obsesión totalmente desquiciada ha tenido muchas formas en distintas etapas de mi vida: a veces solo es eso, una obsesión y la comprendo como tal, una fuerza de posesión sobre lo que él significa para mi, la imagen que yo tengo de él en mi cabeza; en casi la mayoría de ocasiones me clavo esta idea de que es amor y que tengo que tenerlo a mi lado para sentirme bien; muy pocas veces, olvido de él, o más bien lo entierro ligeramente (siempre está presente su imagen, de alguna forma), usualmente cuando me embarco en relaciones superficiales con otros chicos, que terminan mal, como queriendo confirmarme a mí misma que nada va a funcionar a menos que esté con él, mi objeto de obsesión.
A lo largo de todos estos años (sí, ¡Años!) encontrármelo en algún lugar suponía dos clases de sentimientos totalmente opuestos: placer y al mismo tiempo, dolor. Placer por verlo de nuevo y sentir la ilusión de que algo pase (nunca pasó nada entre nosotros, simplemente fueron ideas vagas, conversaciones que no llevaron a nada, miradas y suposiciones); dolor por convencerme nuevamente que nada va a pasar, que las cosas van a seguir el mismo cauce que siempre han tenido y que la imagen que tenía en mi cabeza de él y yo como pareja se vuelve algo ridículo que incluso en ciertas ocasiones me avergüenza. He llorado incluso varias veces pensando que me hubiera ahorrado mucho dolor si no hubiera tomado esa clase en la universidad donde finalmente tuve el valor de hablarle.
Desde aquella primera vez que me senté a su lado hasta ahora han pasado seis años. Yo tenía 19 y no sabía casi nada de acercarme a un hombre. Lo hacía con torpeza y cometía muchas tonterías. Ahora que ya tengo 24 no soy la misma mocosa. Siento que él -o la idea que tengo de él- ha evolucionado conmigo. Que cada una de mis facetas, todas las que pasé para llegar a donde estoy, todas esas mujeres que aprendieron de error de la anterior, intentaron una vez al menos en lo que duró su existencia (lo que haya durado cada etapa, que comienza con una teoría y acaba con la confirmación o negación de esa teoría), en llegar a él, en tratar de comprender cuál era el camino.
Siempre me trato de explicar el origen de mi obsesión. ¿Porque perdura por tanto tiempo? ¿Porque no se fue como muchas otras fijaciones que tuve a lo largo de mi vida? ¿Porque él y no otro?
En algunos momentos me lo expliqué de la manera más burda: el destino. El destino que tengo de encontrármelo aquí y allá, en lugares donde no pensaba hacerlo, con gente que no pensaba que lo conocían, que tengamos conocidos en común, que de alguna forma nos movamos en los mismos ambientes porque estamos predestinados a vernos y vernos y vernos infinitamente, porque es una especie de mandato divino... Pero, ¿No comparto esos mismos lugares con muchos otros tipos a los cuáles les presto menos que cero de atención? Muy rápido, la idea del destino se volvió idiota, absurda, estúpida, ilógica... Ah, pero el uso de esa palabra siempre me hacía caer en una frase que siempre me pareció un resguardo a la gente mediocre que no puede racionalizar las cosas: "El amor es ilógico". Ok, es cierto. Hacemos cosas ilógicas por amor, pero ciertamente hay una razón detrás de esas consecuencias que fuera de contexto podrían parecer ilógicas, pero que dentro de él no lo son. Por tanto, esa frase está mal interpretada.
Luego de llegar a esa conclusión me obsesioné con la idea que "Hay una razón para todo" y me encerré en ese concepto para escapar de la fuerza que me hacía perder control sobre mi misma y entregarme a un viaje de ilusiones. Comenzar a fantasear sobre lo que él podría o no podría sentir por mi. Un viaje totalmente nefasto, suicida.
Me gustaba analizar cosas triviales como que si un día me saludaba sonriendo entonces seguro que en esa semana que nos vimos hice algo que le agradó. En cambio, si me saludó al paso o fastidiado, era producto de una mala acción de mi parte. Obviamente totalmente el hecho que él es una persona, y que por tanto, tiene una vida, con amigos, familia, trabajo que yo desconocía en gran parte y que su reacción podría tener miles de variables. Quiero decir, el hecho de que me sonría o no podía depender de miles de cosas que le sucedieron antes de ese saludo y no tendría absolutamente nada que ver conmigo. Yo podía ser o no ser una variable dentro de ese abanico de posibilidades.
Entonces se me ocurrió que mi obsesión sólo respondía a una cosa: yo misma. A fin de cuentas, lo que buscaba satisfacer profundamente no era otra cosa que mi amor propio, mi autoestima, mi vanidad. Poco me interesaba si él había tenido un mal día o un buen día: lo único que me interesaba era su reacción conmigo, como él me hacía sentir a mí.
Entonces fue ahí cuando llegué a la conclusión mas importante: no es amor por él, es amor por mi misma. No tenerlo significaba una herida de muerte, pero para mi vanidad.
Ahora solo me queda esperar que esa epifanía me ayude a dejar atrás esas viejas obsesiones.